Venga tu reino

Una conferencia de Dietrich Bonhoeffer

«Venga tu reino» («Dein Reich komme») fue una conferencia pública pronunciada por el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) en Berlín, en la Fundación Hoffbauer en Potsdam-Hermannswerder, el 19 de noviembre de 1932.

El presente texto es una traducción personal del original alemán, en la que se ha tomado como referencia la traducción existente en el libro «Dietrich Bonhoeffer / Creer y vivir», titulada «Venga a nosotros tu reino», de Ediciones Sígueme, Salamanca. También se ha hecho una estructuración del texto ―agregando una enumeración entre paréntesis cuadrado― con el fin de ayudar a orientarse en éste. La ocasional utilización del formato de letras itálicas es parte del original, no así las negrillas.

© WILFRED FABER, 1992 / Versión: 2.4 (Mayo 2011)
Serie de módulos sobre Bonhoeffer:



DIETRICH  BONHOEFFER

VENGA  TU  REINO

La oración de la comunidad
por el reino de Dios en la tierra
Opción de «Descargar o imprimir esta conferencia»: Al final de esta página (www.venga-tu-reino.blogspot.com). Incluye índice.

[1a]
        Somos «trasmundanos» o somos «secularistas»; pero eso quiere decir, que ya no creemos en el reino de Dios. Somos enemigos de la tierra porque quisiéramos ser mejores que ella, o somos enemigos de Dios porque nos roba la tierra, nuestra madre. Huimos ante el poder de la tierra o nos aferramos rígida e inmóvilmente a ella.
[1b]
        Sin embargo, no somos de esos caminantes que aman la tierra que los sustenta, pero la que en el fondo justamente aman sólo porque sobre ella van al encuentro de aquella tierra remota que aman por encima de todo. De lo contrario, no caminarían. En el reino de Dios sólo puede creer quien camina amando simultáneamente a la tierra y a Dios.
[1c]
        Somos «trasmundanos» desde descubrimos el ardid de ser religiosos, e incluso «cristianos», a costa de la tierra. En el «trasmundanismo» se vive espléndidamente. En cuanto la vida comienza a volverse penosa y pesada, uno da un salto audaz hacia el aire, lanzándose aliviado y despreocupado a las así llamadas «eternas praderas». Se salta el presente, se desprecia la tierra, y se es mejor que ella, porque al margen de las derrotas temporales se posee victorias eternas muy fáciles de alcanzar.

Con el «trasmundanismo» resulta también fácil consolar y predicar. Una iglesia «trasmundana» puede estar segura que acogerá, en un abrir y cerrar de ojos, a todos los débiles, a los engañados y defraudados, a los ilusos, a los hijos desleales de la tierra. ¿Quién no sería tan humano que allí donde comienza la explosión no se apresurase a subir al carro que desciende de los aires y promete llegar a un más allá mejor? ¿Qué iglesia sería tan poco misericordiosa, tan inhumana, que no saliese compasivamente al encuentro de esta debilidad de los hombres dolientes, llevando así su botín de almas al reino de los cielos?

El hombre es débil. No soporta la cercanía de la tierra que le sostiene. No la soporta porque ella es más fuerte, y porque él quiere ser mejor que la tierra malvada. Se deshace de ella, se sustrae a su gravedad. ¿Quién lo tomaría a mal, a no ser la envidia de los desposeídos?

Al fin y al cabo, el hombre es débil; y este débil hombre resulta asequible a la religión del «trasmundanismo». ¿Se la habrá que renegar? ¿Ha de quedar sin socorro el débil? ¿Es éste el espíritu de Jesucristo? No, el hombre débil, debe recibir socorro, lo recibe de Cristo. Pero Cristo no quiere esta debilidad, sino que desea vigorizar al hombre. No lo conduce a «trasmundos», sino que lo devuelve a la tierra como fiel hijo suyo.

¡No seáis «trasmundanos», sino que sed fuertes!
[1d]
        La otra posibilidad es que seamos hijos del mundo. Quien no se haya sentido afectado en lo más mínimo por lo que hasta ahora llevamos dicho, piense si le atañe lo que sigue.

Hemos sucumbido a la secularización piadosa, cristiana. No aludimos al ateísmo ni a la cultura bolchevique, sino a la cristiana deposición de Dios como señor de la tierra.

Aquí se hace patente que estamos encadenados a la tierra. Tenemos que enfrentarnos con ella. No hay escapatoria. Un poder se opone a otro. El mundo se opone a la iglesia, y el mundanismo a la religión. ¿Qué otra posibilidad nos queda sino forzar a la religión y a la iglesia a este enfrentamiento, a esta pugna?

Para ello ha de fortificarse la fe como hábito religioso y moral, y la iglesia como órgano activo para la reconstrucción ético-religiosa. Así, pues, la fe debe armarse, porque los poderes de la tierra la incitan a ello. Nosotros que hemos de defender la causa de Dios, hemos de construirnos una sólida fortaleza en la que podamos vivir seguros con él. Así construimos el reino.

Con este secularismo optimista también se vive espléndidamente. El hombre ―incluso el hombre religioso― siente deseos de pelear y de poner en juego sus fuerzas. ¿Quién tomaría a mal este don de la naturaleza, a no ser la envidia de los desposeídos?

Además, con este piadoso secularismo, también se puede hablar y predicar acertadamente. La iglesia ―si tan sólo actúa un poco más tajante― puede estar cierta de que tendrá a su lado en esta guerra santa, a todos los valientes, decididos y sensatos, a todos los hijos demasiado fieles de la tierra. ¿A qué hombre bueno no le gustaría defender la causa de Dios en este mundo perverso? ¿Quién no haría como los antiguos egipcios que, según dicen, ponían frente al enemigo las máscaras de sus dioses... para ampararse detrás? Sólo que en este caso no sería únicamente frente al enemigo, frente al mundo, sino también frente a ese mismo Dios, que rompe su máscara contra la tierra, que no quiere que el hombre lo imponga en ella por pura fuerza y obstinación ―igual que el fuerte se impone al desvalido―, sino que gusta de llevar personalmente su causa y de encargarse o no del hombre, con libertad y gratuidad; que quiere ser él mismo el señor de la tierra, y que desprecia como mal servicio este piadoso celo por su causa.

Nuestro secularismo cristiano consiste precisamente en que, con nuestra disposición a labrar los derechos de Dios en el mundo, tan sólo huyamos de él; en que amamos a la tierra por sí misma, y a causa de esta lucha. Pero tampoco así escapamos de Dios, porque él vuelve a tomar al hombre bajo su dominio.

¡Haceos débiles en el mundo, y dejad que Dios sea el Señor!
[1e]
        Y es que tanto el «trasmundanismo» como el «secularismo» no son sino dos caras de una misma cuestión: la falta de fe en el reino de Dios. No cree el que huye del mundo, buscándolo allí donde no está su trabajo, ni cree el que piensa que debe erigirlo como un reino del mundo.

Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Sólo encuentra otro mundo, el suyo, mejor, más bello y más apacible, un «trasmundo», pero nunca el mundo de Dios que irrumpe en éste. El que huye de la tierra para encontrar a Dios, sólo se encuentra a sí mismo.

El que huye de Dios para encontrar la tierra, encuentra la tierra, pero no como tierra de Dios, sino como el divertido escenario de una guerra entre buenos y malos, entre piadosos y blasfemos, que él mismo ha creado. En una palabra, se encuentra a sí mismo.
[1f]
        El que ama a Dios, lo ama como señor de la tierra, tal y como ella es; el que ama la tierra, la ama como tierra de Dios. El que ama el reino de Dios, lo ama totalmente como reino de Dios, pero también como reino de Dios en la tierra. Y la razón es que el rey del reino es el creador y conservador de la tierra, es quien la ha bendecido y quien nos ha tomado de ella.
[2a]
        Pero esa tierra bendita ha sido maldecida por Dios. Vivimos sobre un terreno maldito que sólo da espinas y cardos. Sin embargo, en esta tierra maldita ha entrado Cristo, de ella ha sido tomada la carne que él asumió, y sobre ella ha sido plantado el madero de la maldición. Y es este «sin embargo» el que funda el reino de Cristo como reino de Dios en la tierra maldita. Por eso el reino de Cristo es un reino descendido de lo alto a la tierra maldita. Y está ahí, pero como el tesoro escondido en el campo maldito. Pasamos por encima de él y no lo sabemos, y sin embargo este no verlo será causa de nuestro juicio. Tú sólo has visto el campo, sus espinas y cardos, y también su simiente y su grano, pero no has encontrado el tesoro oculto en el campo maldito.

Sí, ésta es la verdadera maldición que gravita sobre la tierra: no que produzca cardos y espinas, sino que encubra el rostro de Dios, y que ni los surcos más profundos de la tierra nos revelen al Dios oculto.
[2b]
        Cuando oramos por la venida del reino sólo podemos hacerlo como los que se hallan por completo en la tierra. No puede orar por el reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni quien, en el aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para lo «sólo-santo». Puede haber horas en que la iglesia soporte también esto; nosotros no podemos.

Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida del reino, la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere, dentro de la sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la conjuran a permanecer leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la muerte; la tornan plenamente solidaria con el mal y con la culpa del hermano.

Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios nos impelen a la más honda solidaridad con el mundo, estando con dientes encajados y puño apretado; nos impelen no a un «sólo-santo» murmurado en la soledad, sino a un grito comunitario: «pase este mundo que nos ha encadenado en la necesidad, y venga a nosotros tu reino». Es el eterno derecho de Prometeo, que a diferencia del que huye cobarde a «trasmundos», se le permite acercarse al reino de Dios, porque ama la tierra, la «tierra que es madre de todos» (Si 40, 1).
[2c]
        Tampoco puede orar por el reino quien se lo imagina por sí mismo en audaces utopías, sueños y esperanzas, quien vive su propia concepción del mundo y sabe mil recetas y programas para curarlo. Decidámonos a ponernos de una vez y sin tapujos ante nosotros mismos en cuanto nos sorprendamos en tales pensamientos, y no tardará en manifestársenos algo sorprendente. Ninguno de nosotros sabe en el fondo lo que quiere. Hagámonos estas sencillas preguntas: ¿cómo te imaginas en realidad el reino de Dios en la tierra? ¿cómo preferirías en realidad a los hombres? ¿han de ser más morales, más piadosos, más uniformes, menos apasionados? ¿deben no volver a estar enfermos, ni hambrientos, ni sometidos a la muerte? ¿no han de haber listos y tontos, fuertes y débiles, pobres y ricos?

Es realmente asombroso, que en cuanto planteamos esta cuestión con sinceridad y queremos darle nuestra respuesta, ya no sabemos qué hacer ni por donde tirar. Es cierto que queremos algo, pero a su vez no tenemos buenas razones para quererlo. A poco que pongamos honradez y seriedad en la reflexión, ya no habrá modo de construirse una sola utopía sobre el reino de Dios en la tierra.

Y es que, sencillamente, nos ha sido negada la posibilidad de un pensar universal, de una visión unida. Todos nuestros anhelos de hacer del campo maldito un campo bendito, de recuperarlo, fracasan debido a que es Dios mismo el que lo ha maldecido, y sólo él puede retirar su palabra y volver a bendecirlo.
[2d]
        Tenemos que despertar de la obnubilación que nos causó el veneno del campo maldito. La tierra quiere nuestra seriedad, no nos permite escapar a un «trasmundo» de piadosa bienaventuranza, ni a la inmanencia de una utopía secular, sino que nos muestra al desnudo su finitud esclavizada. Su servidumbre es la nuestra, y con ella estamos sometidos.
[2e]
        La muerte, la soledad y la sed... he aquí las tres fuerzas que atenazan la tierra; más aún, éste es el poder único, contrario, malvado, que no renuncia a los derechos alcanzados sobre la criatura caída; más aún, éste es el poder de la maldición surgida de la boca del creador. Y por eso, con nuestras utopías, no podemos sustraernos a nuestra muerte, a nuestra soledad, a nuestra sed: todo ello pertenece a la tierra maldita. Pero es que tampoco tenemos que sustraernos a ello; al contrario, el reino viene a nosotros en nuestra muerte, en nuestra soledad, en nuestra sed; viene a nosotros allí donde la iglesia se une en solidaridad con el mundo y sólo espera el reino de Dios.
[2f]
        «Venga tu reino». Ésta no es la oración de la fugitiva y solitaria alma piadosa, ni la del utópico y delirante, la del obstinado corrector del mundo; es la oración de la comunidad de los hijos de la tierra, los que no se segregan ni pueden aportar proyectos especiales para la mejora del mundo, los que tampoco se consideran mejores que el mundo, pero los que unidos perseveran estando en el centro, en la profundidad de la tierra, en forma cotidiana y humilde; porque justamente en esta existencia son maravillosamente fieles, y clavan su mirada fijamente en ese extraño lugar de la tierra, en el que esperan asombrados la ruptura de la maldición, la más honda afirmación de Dios al mundo; en el que, en medio del agonizante, desgarrado y sediento mundo, comienza a revelarse algo a aquel que tiene fe: la resurrección de Jesucristo.

Aquí ha ocurrido el milagro. Aquí se ha roto la sentencia de muerte: el reino de Dios acude a nosotros en la tierra, en nuestro mundo; aquí está la afirmación de Dios al mundo, la bendición de Dios que levanta la maldición. En este acontecimiento es donde únicamente prende la oración por el reino; en este acontecimiento es donde la vieja tierra dice sí, y Dios es invocado como señor de la tierra; en este acontecimiento se levanta la maldición sobre la tierra maldita y aparece la nueva tierra. El reino de Dios es el reino de la resurrección en la tierra.
[2g]
        Pero con nuestra ambigua incredulidad nos alzamos contra este reino. Ponemos fronteras a Dios diciendo con fingida humildad que Dios no puede venir a nosotros, que es demasiado grande, que su reino no es para este mundo, que Dios y su reino son una perpetua trascendencia. ¿Que humildad se creería capaz de determinar el límite de su hacer, a un Dios que muere y resucita?

Esta humildad no es sino el orgullo mal encubierto de quien pretende saber por sí mismo qué es el reino de Dios, y que, en su celo mal disimulado, quiere hacer por sí mismo el milagro y ser él quien construya el reino de Dios, viendo su venida en la vigorización de la iglesia, en la cristianización de la cultura, la política y la educación, en el resurgir de la moral cristiana. Pero con ello tan sólo recae en la maldición de la tierra, en la que el reino de Dios se halla oculto como un tesoro. ¿Quién erraría tanto que no acertase a ver que sólo Dios puede provocar esta irrupción, este milagro, este reino de la resurrección?
[2h]
        Lo que funda nuestra oración por la venida del reino no es lo que Dios puede y lo que nosotros podemos, sino lo que Dios hace y quiere seguir haciendo en nosotros. Es reino de Dios para la tierra, sobre la tierra bajo la maldición, es rompimiento de la ley de la muerte, de la soledad y de la sed en el mundo; y es totalmente reino de Dios, su hacer, su palabra, su resurrección. Éste es el auténtico milagro, el milagro de Dios de destruir la muerte y hacer surgir la vida, el milagro que sustenta nuestra fe y nuestra oración por el reino.
[2i]
        ¿Por qué hemos de avergonzarnos de tener un Dios que obra milagros, que crea vida y vence a la muerte? Un dios incapaz de milagros somos nosotros mismos. Y si Dios es realmente Dios... entonces es él mismo, su reino milagroso, el propio milagro. ¿Por qué somos tan miedosos, tan precavidos y tan cobardes? Será Dios mismo quien nos llene de vergüenza cuando algún día nos muestre cosas mil veces más maravillosas que todo lo anterior. Tendremos que avergonzarnos ante él, ante el Dios maravilloso. Y así dirigimos nuestra mirada a su obrar milagroso, y decimos: «Venga a nosotros tu reino».
[2j]
        La oración por el reino no es la mendicidad de una alma miedosa que pide por su bienaventuranza, ni es un adorno cristiano para los correctores del mundo. Es la oración de la comunidad sufriente y militante en el mundo, oración por el linaje humano y por la realización de la gloria de Dios en él. Hoy ya no nos planteamos el «yo y Dios», sino el «nosotros y Dios». Nuestra oración de hoy no consiste en pedir que Dios penetre en mi alma, sino en suplicar que surja entre nosotros su reino.
[2k]
        ¿Cómo viene a nosotros el reino de Dios? Simplemente viniendo él mismo, con la ruptura de la sentencia de muerte, con la resurrección, con el milagro y, simultáneamente, con la afirmación de la tierra, con la irrupción en su estructura, en sus comunidades, en su historia. Ambas cosas se corresponden, pues sólo en la afirmación total de la tierra puede ésta ser seriamente desgarrada y aniquilada; y sólo en el hecho de que la maldición de la tierra haya sido quebrada, permite una aceptación seria de ésta.

En otras palabras: Dios dirige a la tierra de modo que pueda romper la ley de la muerte que pesa sobre ella. Así Dios es, al mismo tiempo, el que acepta la tierra y el que rompe su maldición. La tierra con la que Dios solidariza es la tierra que él mantiene; la caída, perdida, maldita tierra. Frente a ella él se reconoce como autor frente a su obra.

Pero donde está Dios allí está su reino. Dios acude siempre con su reino. Su reino ha de recorrer el mismo camino que él mismo. Adviene con él a la tierra, y entre nosotros no está sino bajo su doble aspecto: como el reino de la resurrección, del milagro que rompe, niega, supera y aniquila todos los reinos de la tierra, todo reino creado por el hombre y sometido a la maldición de la muerte y, simultáneamente, como el reino del orden, que afirma y mantiene la tierra con sus leyes, sus comunidades y su historia.
[3a]
        Milagro y orden: he aquí los dos aspectos en los que se configura el reino de Dios en la tierra, en los que se manifiesta escindido. El milagro como superación de todo orden, y el orden como supuesto para el milagro. Pero también el milagro late oculto en el mundo de los órdenes, y el orden sólo se manifiesta en su total limitación a través del milagro. El aspecto bajo el cual el reino de Dios se manifiesta como milagro lo llamamos iglesia; y el aspecto bajo el cual el reino de Dios se manifiesta como orden lo llamamos estado.

El reino de Dios en nuestro mundo no es otra cosa que la dualidad de iglesia y estado. Ambos se hallan necesariamente en relación. Ninguno de los dos existe sólo para sí. Cualquier intento por parte de uno de apoderarse del otro desprecia esta relación del reino de Dios en la tierra. Toda oración por la venida del reino que no se refiere a iglesia y estado, es o «trasmundanismo» o «secularismo», y en todo caso, supone una incredulidad en el reino.
[3b]
        El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que ésta da testimonio del milagro de Dios. El testimonio de la resurrección de Cristo de entre los muertos, del fin de la ley de la muerte establecida bajo maldición en este mundo, del poder de Dios en la nueva creación: he aquí el ministerio de la iglesia.

El reino de Dios se configura en el estado en la medida en que éste reconoce y preserva el orden del mantenimiento de la vida, en la medida en que se sabe responsable de guardar este mundo de su desgarramiento, y de convertir su autoridad en garantía contra la aniquilación de la vida. Su ministerio no consiste en la creación de nueva vida, sino en el mantenimiento de la que ya existe.

Así, pues, el poder de la muerte se deshace en la iglesia por obra del pleno testimonio del milagro de la resurrección, y se conserva en el estado a través del orden de la conservación de la vida. El estado, con toda su autoridad, con la que se sabe responsable del orden de la vida, apunta al testimonio de la iglesia sobre la superación de la ley de muerte en el mundo de la resurrección. Y la iglesia, con su testimonio de la resurrección, remite al obrar conservador y ordenador del estado en el mundo maldito que ha recibido. Así es como ambos atestiguan al reino de Dios, que es totalmente reino de Dios y totalmente reino para nosotros.
[3c]
        El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que supera la soledad del hombre con el milagro de la confesión y del perdón. Porque en la iglesia, en la comunidad de los santos creada por la resurrección, uno puede y debe llevar la culpa del otro, y esa es la razón de que se haya roto la última cadena de la soledad, el odio, y se haya vuelto a fundar y restaurar la comunidad. Es el inexplicable milagro de la confesión, el que hace ilusoria toda comunidad anterior, suprimiéndola, aniquilándola, rompiéndola y creando, pues aquí, la nueva comunidad del mundo de la resurrección.

El reino de Dios se configura en el estado, en la medida en que conserva el orden de las comunidades existentes dentro de la autoridad y la responsabilidad. Ante el hecho de que la humanidad se desmorone, por voluntad de individuos obstinados en su deseo de desintegración, el estado se declara dispuesto a mantener, en el mundo de la maldición, los ordenamientos propios de sus comunidades, matrimonio, familia, pueblo. No crea nuevas comunidades, sino que conserva las precedentes: éste es su ministerio.

El poder de la soledad ha sido aniquilado dentro de la iglesia en el acontecimiento de la confesión; en el estado se mantiene por la conservación del orden comunitario. Y de nuevo vemos cómo el estado, con su limitado obrar, apunta al último milagro de Dios, a la resurrección; y cómo la iglesia, con su pleno testimonio de superación del mundo, apunta al mandamiento del orden en el mundo de la maldición.
[3d]
        El reino de Dios se configura en la iglesia en la medida en que el poder de la sed es transformado por el testimonio del milagro de Dios. La sed del hombre que se halla exclusivamente orientado a sí mismo, es sentenciada, aniquilada y destruida en la proclamación de la cruz y de la resurrección de Cristo. Nuestra sed es orientada hacia el cuerpo crucificado de Cristo. Pero es simultáneamente transfigurada y recreada, en el mundo de la resurrección como sed humana del prójimo, de Dios y del hermano; como sed de amor, de paz, alegría y bienaventuranza.

El reino de Dios se configura en el estado en la medida en que la sed del hombre es controlada, mantenida en el orden, con autoridad y responsabilidad; en la medida en que uno es protegido y resguardado de la sed del otro. Pero no es que se aniquile la sed, sino que es refrenada para que se conserve y fructifique al servicio de la comunidad del mundo caído. También aquí hay amor, pero sin duda sumido en la posibilidad del odio; también aquí hay alegría, pero jamás sin la amargura de su transitoriedad; también aquí hay felicidad, pero siempre al borde de la desesperación.

El poder de la sed es superado y transfigurado en la iglesia, es ordenado y controlado en el estado; y también aquí el limitado obrar del estado apunta al testimonio pleno de la iglesia, igual que ésta apunta al orden del estado que ejerce su ministerio en este mundo de la maldición.
[3e]
        La iglesia limita al estado, quien, a su vez limita a la iglesia. Ambos deben permanecer conscientes de esta recíproca limitación, y deben sobrellevar esta tensa coexistencia, que nunca debe convertirse en interferencia. Sólo así se referirán ambos conjuntamente ―nunca cada uno por su cuenta― al reino de Dios, que tan maravillosamente se atestigua en esta doble manifestación.
[4a]
        Todo lo expuesto no es una mera elucubración teórica, sino que adquiere gravedad en el momento en que entre iglesia y estado, hablamos del pueblo. Porque el pueblo está llamado al reino de Dios es por lo que se halla encuadrado en el estado y en la iglesia. Y así es como el pueblo, nosotros mismos, nos convertimos en el escenario donde se realiza el encuentro; somos llamados a tomar en serio las fronteras aquí, y a contemplar personalmente el alma viviente del reino de Dios allí donde realmente se chocan las fronteras y flamea el fuego.

Cuando oramos ¡Venga tu reino! rogamos por la iglesia, para que dé testimonio del milagro de la resurrección de Dios, y por el estado, para que proteja con su autoridad los ordenamientos del mundo maldito que ha recibido. Que la iglesia sólo ejerza su ministerio en el milagro y el estado sólo en el orden; que entre la iglesia y el estado, el pueblo de Dios, la cristiandad, viva obediente: he aquí la oración por el reino de Cristo.
[4b]
        El reino de Cristo es el reino de Dios, pero en su configuración prevista para nosotros; no como poderoso imperio visible, como «nuevo» reino del mundo, sino como reino del otro mundo, irrumpido en la escisión, en la contradicción de este mundo; y, simultáneamente; como evangelio impotente e indefenso de la resurrección, del milagro; y como estado que posee autoridad y poder para preservar el orden. Sólo en la recta relación y delimitación de ambos se hace realidad el reino de Cristo.

Esto puede parecer demasiado escueto y austero, pero así debe ser, pues sólo así se nos llamará a la obediencia a Dios en la iglesia y en el estado. El reino de Dios no está en otro mundo diferente, sino en medio de nosotros, y por eso pide nuestra obediencia a su contradictoria manifestación; y a través de nuestra obediencia, quiere que resplandezca el milagro, el relámpago de aquel nuevo mundo perfecto y bendito de la última promesa.

Dios quiere ser honrado por nosotros en la tierra, quiere ser honrado en el hermano, no en otra parte. Él hace descender su reino sobre el campo maldito. Abramos los ojos, seamos sensatos, obedezcámosle aquí. «¡Venid benditos de mi padre, entrad en posesión del reino!». Esto sólo lo dirá el Señor a quienes haya dicho: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber. En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.» (Mt 25, 34-40).
[4c]
        Y porque el reino de Dios ha de ser eterno, Dios creará un cielo nuevo y una tierra nueva. Pero de verdad una nueva tierra. Entonces existirá el reino de Dios en la tierra, en la nueva tierra de la promesa, en la vieja tierra de la creación. Ésta es la promesa: un día veremos el mundo de la resurrección, que concebimos aquí en la palabra de la iglesia, y al que apunta el estado.

No quedaremos en la escisión, sino que Dios será todo en todo; Cristo pondrá a sus pies su reino, y así se consumará el reino de la perfección, el reino en que ya no habrá lágrimas, ni dolor, ni gritos, ni muerte; el reino de la vida, de la comunidad, de la transfiguración. Y ya no habrá iglesia ni estado, sino que ambos devolverán su ministerio a quien se lo confió, y sólo él será el Señor, como creador, crucificado y resucitado, como espíritu que penetra y gobierna su comunidad sagrada.

«Venga tu reino»: tal es nuestra oración por ese reino último, nacida de la certidumbre de que su reino ha irrumpido ya entre nosotros. Vendrá también sin nuestra oración, dice Lutero, pero en ella nosotros pedimos que venga también a nosotros, que no seamos encontrados fuera de él.
[4d]
        El antiguo testamento cuenta la extraña historia de Jacob, que, fugitivo de la patria, de la tierra prometida de Dios, caído bajo el odio de su hermano, vive largos años en el extranjero. Pero no aguanta más, desea retornar a la tierra prometida, a la tierra de la promesa; desea volver junto a su hermano. Está ya de viaje, es la última noche antes de que vuelva a entrar en la tierra de la promesa. Sólo un pequeño río le separa de ella. Cuando quiere cruzarlo, es detenido; alguien lucha con él, él no lo conoce; es de noche. Jacob no debe volver a la patria, debe ser derrotado a las puertas de la tierra prometida, debe morir. Pero crecen en Jacob fuerzas inauditas, hace frente al adversario, lo domina y no lo suelta hasta que le oye decir: «Déjame marchar pues raya el alba». Entonces Jacob reúne sus últimas fuerzas y no lo suelta: «No te dejaré partir sino cuando me hayas bendecido». Es como si le hubiese sobrevenido el fin: tan fuerte lo remueve su adversario. Pero en ese momento recibe la bendición, y el desconocido ya no está. Entonces le salió el sol a Jacob, y él, cojeando, entró en la tierra prometida. El camino estaba libre, había sido destruida la oscura puerta de acceso a la tierra de la promesa. De la maldición había surgido la bendición; había salido el sol (Gn 32).

Que todo nuestro camino lleva a la tierra de la promesa a través de la noche, que también nosotros sólo lo recorremos con cicatrices ―tal vez de extraño aspecto― de la lucha con Dios, de la lucha por su reino y su gracia; que como guerreros heridos entramos en la tierra de Dios y del hermano..., esto es lo que tenemos los cristianos en común con Jacob; y que sepamos que el sol también nos ha sido asignado a nosotros, lo que nos permite soportar con paciencia y confianza el tiempo señalado a nuestra peregrinación y espera. Pero hay algo que sabemos más allá de la perspectiva de Jacob: que no somos nosotros quienes hemos de llegar, sino que es él quien viene. Éste es nuestro consuelo hoy, víspera del domingo de difuntos: que se acerca adviento y navidad. Por eso oramos: «Venga también a nosotros tu reino».


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